La noche más hermosa (La plus belle soirée)

No encuentro mejor forma de empezar estas líneas que con una confesión: al visitar París siempre me prometo, antes de partir y obligatoriamente, regresar una vez más. Me enamoré de la ciudad de la luz siendo muy joven; hoy, unos años después, su estética mágica me emociona, por sorprendente que sea, aún más. Su arco, su Louvre, sus iglesias, su panteón, su Montmartre…su torre. ¡Su torre!

París tiene un encanto especial porque captura el tiempo y la emoción de quien la visita, sea por primera o por última vez. Es, pues, un templo para el recreo de las emociones más cándidas que cada uno, muy dentro, alberga. Yo, que tanto me he jactado de conocer la ciudad, me vine a dar cuenta, esta vez, que esas emociones, que tan bien produce París, se vuelven todas en una al visitar un lugar lleno de luz, un lugar lleno de magia y devoción…un lugar que, por paradójico que suene, no visité sino hasta el pasado mes, en mi última estancia en la ciudad de ensueño.

Yo, tan conocedor de la felicidad que París otorga, me vine a enterar que era, tan solo, una felicidad parcial.

Para mi gran sorpresa, París, por gracia de la gente, es una sola por noventa minutos. Es un cuerpo homogéneo que vibra, reunido cuando el calendario así lo permite (porque, sí, la vida es así de grande), en el 24 Rue du Commandant Guilbaud. La ciudad se exalta y se funde en las gradas del Parque de los Príncipes porque un miércoles de otoño cualquiera -un miércoles, digamos, 26 de octubre- salta, a la cancha de ese patio real, la estrella más brillante de París, su pièce de resistance al decir de los propios franceses. Ese miércoles, que es un día cualquiera pero a la vez no, juega su París Saint-Germain.

No sé si les habrá pasado pero hay lugares que, nomás entrar, generan sensaciones de familiaridad que, por decir poco, resultan cómodas y felices a partes iguales. Los lugares, está científicamente comprobado, se asocian a la felicidad como lo hacen, de otra manera pero bajo el mismo principio, las personas. Pues bien, querido lector o lectora, al entrar al Parque de los Príncipes me sentí como nunca antes: entrando a un estadio me sentí como en casa.

Y digo que ese estadio, con un aforo de algo más de cuarenta y cinco mil aficionados, se convierte en una casa, en un hogar, por una sencilla razón: quienes ahí se reúnen forman parte de una gran familia. Una familia que disfruta los goles que el equipo contrario encaja (para su mala fortuna, la víctima de turno era el Stade de Reims); que goza, por igual, de las acrobacias de su número 10 y de la efectividad de su camiseta 9. Es una familia que, sin importar el frío otoñal que amenaza la noche parisina, entona sus canciones (¡las vive!, me corrijo) con toda la fuerza que su voz le permite. Que, sin importar el gol de la visita en el amanecer del partido, celebrar cada pase, cada gambeta, cada parada de su arquero. París es mágica, en ese momento, porque más de cuarenta y cinco mil corazones se abrazan en uno solo.

 

Permítaseme otra infidencia antes de acabar: sobre el final del último párrafo me doy cuenta de algo; me doy cuenta que, involuntariamente, les he mentido…les mentí al inicio de estas líneas y, como tal, bien valdría una rectificación: esa familiaridad, esa felicidad plena, sí que la he sentido en un estadio.

La siento cada vez que mi querido Primero de Mayo va a la cancha; cada vez que viene un partido importante y es momento de esperar, a la distancia, el resultado. La sentí, con intensidad, el único día (¡bendito día!) en que pude enfundarme, junto a mis amigos, junto a mis hermanos, esa camiseta negra de nuestro equipo. Y la seguiré sintiendo porque, al igual que París, este equipo, esta familia, me hace infinitamente feliz.

La seguiré sintiendo porque, de cara a nuestro primer torneo oficial, tenemos un nuevo y más grande sueño. Tenemos, al decir de nuestra familia de París, a revons plus grand.

Mario Matarrita
Miembro del Fan Club
Presidente del 1 de Mayo